Absurdé.



Desde chiquitita había sido diferente a los demás. Los chicos se reían de ella, su madre la miraba con ojos llenos tristeza, preguntándose a quién habría salido. Su vida fue gris hasta que conoció a Azazel, el intrépido hombre bala. Quién la iba a decir que se vería tomando hormonas, porque su número, el de mujer barbuda, era el más aclamado.

Damas y caballeros, pasen a ver el circo.

Vengo a regalarte el resto de mi vida.

La lluvia había parado hacía rato, las rosas aún dejaban ver restos de la tormenta en sus pétalos, y las lombrices empezaban a aparecer en la tierra mojada. Caracoles saludando al sol, que, tímidamente asomaba por detrás de las nubes, deslumbrando al mundo.
Lejos, sentados en su banco, sin prestar atención a nada más que a los ojos del otro, se encontraba una pareja de enamorados. Reían. Sus arrugas se acentuaban, y aunque sus cuerpos eran débiles y su pelo prácticamente blanco, puedo jurar que eran los más felices de aquel parque.

No puede ser muy complicado, otros ya lo hicieron sin cuidado.

Y ella caminaba hacia él por ese estrecho camino, como si de el corredor de la muerte se tratara. Sus manos, sus piernas, sus labios, hasta su estómago temblaban. Él, el Caronte de su historia que podía llevarla al infierno o dejarla vagar como alma en pena para toda la eternidad, todo dependía del precio dispuesto a pagar. Los bolsillos llenos de sueños rotos e ilusiones decoloradas. Tenía que llegar al inframundo fuera como fuese, pues de otro modo, no volverían a estar juntos nunca más.

Y es que el cielo les pillaba muy lejos. Lo suyo era demasiado peligroso, un amor de esos prohíbidos que matan de celos a los Dioses.